jueves, 15 de julio de 2010

Papá.


Mi padre siempre me llevaba a jugar a la plaza cercana a mi casa cuando era chica. Tal vez yo tenía cinco años en ese entonces; no lo recuerdo muy bien. Él me tomaba de la mano con fuerza, y sonreía cada vez que me miraba. Yo no entendía porque me sonreía tanto, ¿es normal sonreír hasta que te duelan las comisuras de los labios? Porque a papá le dolían los músculos faciales de tanto sonreír.

Íbamos caminando todo derecho hasta llegar a casa. Nunca me perdía. Le pregunté a papá si algún día podía hacer un mapa sobre la plaza, el camino para llegar hasta ahí y de nuestra casa. Él dijo que sí, y que era una muy buena idea. Entonces cuando llegaba al gran espacio verde, yo investigaba cada rincón de ese lugar, y me trepaba a los árboles y me metía adentro de casas pequeñitas con mal olor. Papá siempre se iba a hablar con unas personas que no conocía, pero nunca les pregunte quienes eran. Me daba miedo preguntarle quienes eran. Se veían como si fuesen muy malas personas, eran altos y musculosos y tenían una cara de malo tremenda. Pero yo no les hacía caso, me quedaba trepando árboles como un mono y hablando con las hormigas sobre en donde estaba el tesoro de la placita.

Y entonces, luego de un par de horas, volvíamos a casa. Mi padre ya no sonreía. Tenía una mirada extraña. Me costaba reconocer que fuese él. Tenía un olor muy extraño en su ropa… algo como hierba quemada. No sé cómo explicarlo bien. Pero ya no me sonreía… y tampoco me agarraba de la mano cuando volvíamos a casa. Siempre me daba miedo volver a casa con papá. Por eso yo había hecho un mapa para saber cómo volver sola. De todas formas disfrutaba mucho cuando mi papá me llevaba a la plaza, pero me hubiera gustado que cuando volviésemos también fuese una linda experiencia.

Al llegar a casa, mi mamá siempre estaba llorando desconsolada, con los brazos sobre la mesa de la cocina. Al oír la puerta abrirse anunciando nuestra llegada, ella se abalanzaba sobre mi padre y le decía muchas cosas que yo no entendía. Cosas como “¿estuviste otra vez tomando esa cosa?” o “¿dónde están esos tipos?”. Y le revisaba los bolsillos. Y también le metía el dedo adentro de la nariz. No entendía por qué, era gracioso ver como mamá le metía el dedo adentro de las fosas nasales a papá. Pero la seriedad con la que ella lo hacía no me permitía que me riese. Luego ella lloraba. Decía que no tenía por qué estar haciéndome esto a mí. A veces mamá le pegaba a papá y lo mandaba a la calle. En esos casos, me mandaba a que me duerma a mi habitación, pero yo le abría la puerta a papá a la medianoche (¿era verdaderamente la medianoche?) y lo dejaba entrar a casa otra vez. Él me abrazaba y me pedía perdón. Se dejaba caer en sus rodillas, y haciendo un leve ruido contra el piso éstas caían, quedando frente a mí. Mi padre lloraba en mi hombro, y yo lo consolaba, como si fuese yo la madre y él mi hijo.

“Está bien papá, te amo.” – le decía con mi inocencia aún no corrompida – “Te amo.”

Pero los años pasaron y ya no me llevaba a la plaza a jugar. Y ahora él salía de noche. Para este entonces yo ya tenía doce años. Un día papá no vino más a casa. Le pregunte a mamá el porqué y ella me tiro un cenicero.

“Vos, pendeja estúpida. Vos nunca le dijiste nada.” – me decía entre susurros; o tal vez se lo decía a ella misma.

Una noche soñé con papá. Ya tenía quince años. Un sonido como de vidrios rompiéndose fue el que me despertó. Me sobresaltó demasiado, y baje escaleras abajo a ver qué era lo que había pasado. Mi madre, tirada en la mesa de la cocina, estaba llorando. Como esos días en los que volvía de la plaza.

“Ha vuelto… él ha vuelto.”- sollozaba entre sus lágrimas y mocos.

Yo subí las escaleras. Vi la puerta del baño mohosa y que aún no se había terminado de arreglar. Abrí la puerta. El espejo estaba roto, pero de todas formas entre y me mire en él. Detrás de mí, pude ver a mi padre. Mi padre sonriéndome.

“Papá… no te preocupes. Ya lo entendí. No te culpes.” – le explicaba al espejo, como si el realmente estuviese detrás de mí.

Y él dejo caer dos lágrimas. Pero estas no eran lágrimas de tristeza. Eran de felicidad. Se acerco a mí a través del reflejo del vidrio roto y me abrazo. Pude sentir su calor inclusive en el sueño.

Cuando me desperté, no pude evitar entrar en el baño en refacción. El sueño que había tenido la noche anterior me había dejado con un extraño sentimiento. Al entrar, luego de casi haber tirado la puerta abajo o sacado el picaporte afuera, vi el baño mohoso tal como estaba en mi sueño. Entre en él y fue como entrar en otro mundo. Como retroceder diez años atrás. Mi mirada cayó lentamente, como si supiese lo que iba a ocurrir. Mis ojos se desviaron hasta mis pies, y en el suelo, se encontraba una jeringa.

Una jeringa vieja y usada.


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